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Seis grados de separación

Yo coleccioné cosas varias. Empecé por las etiquetas de cigarrillos (marquillas, para los lectores españoles). Las valuábamos como billetes, las de marcas más consumidas tenían menos valor, y las raras, más. Como en toda colección. Algunos amigos habían tenido la suerte de viajar al Paraguay y traer caribeñas (así le decíamos); otros afortunados tenían tíos en España y se las mandaban. En el pueblo no existían más de diez marcas, a lo sumo 15 en alguna época. Todas las demás etiquetas argentinas que no se vendían en el pueblo, pero que a veces se encontraban sobretodo en la vereda del bulín, eran consideradas extranjeras.


Coleccioné bolitas, insectos, lagartijas, serpientes, mariposas, ranas y otras alimañas de las siestas todo en un mismo verano y en frascos inmundos que mi papá tiró al baldío semanas después. Lo difícil era encontrar unas extrañas langostas que al alzar vuelo develaban alas de color azul profundo, rojo fuego o violetas.


Después llegaron las estampillas. Eso si que fue globalización. Tener una estampilla sellada por el Tercer Reich era algo con lo que ninguno de los del barrio habíamos soñado. Pero ahí estaba, arruinada por una cinta Stiko pegada sobre un cuaderno de clases. La había conseguido yo, heredada de mi abuelo, pero no era mía. Ese tipo de estampillas eran de todos, te golpeaban la puerta para verla, te llegaban a ofrecer álbumes enteros por ese tipo de sellos. Mirándolos (con un lente viejo de proyector de juguete) aprendíamos montones de cosas, que quizá mitificábamos. Italia era un país lleno de castillos, los países africanos tenían devoción por los insectos extraños y los dictadores negro azabache, los emiratos árabes admiraban a los autos antiguos y argentina era un país aburrido de gráfica cuadrada.


Pero pasemos a lo que realmente me dio vuelta la cabeza como una media. La época en que coleccioné señaladores de libros. No fui buscando y guardando de a uno, no. Una vecina me lego (antes de irse a vivir al mar) una caja con doscientos señaladores de lo más variado. Así empecé. Pero el progreso era lento, aparecía un señalador cada tanto. Era difícil la existencia de señaladores en un pueblo en donde no había libros, pero eso lo hacía emocionante, además de emparentarte con las personas más extrañas y temidas del pueblo, seres huraños que leían. Pero quizá ese sea tema para otro post.


Un día me llegó una carta de República Dominicana. Era una cadena, como las que ahora llegan a la casilla de e-mail, antes te las traía el cartero y no venían con pps. La que me había llegado no era una cadena para que hicieras cinco copias del rezo a la virgen y la mandaras a cinco personas distintas. No. ¡Era una cadena de Coleccionistas de señaladores de libros! ¿Cómo sabía alguien que vivía en República Dominicana que yo, argentino, coleccionaba esas cosas? Quizá no lo sabía y la cadena había vagado años hasta dar, en su sistema de fuerza bruta, con algún coleccionista. Eso me abrió la cabeza, y a la siesta, cuando ya no me dejaban salir a juntar bichos, me quedé pensando y especulando sobre sistemas que te permitan comunicarte con personas del mundo con tus mismos intereses sin utilizar la fuerza bruta. No existía la Internet de hoy, los tags y todo eso. Apenas si salían dos o tres direcciones de gente en algunas revistas especializadas y nada más.


La cadena me pedía que hiciera cinco sobres distintos, que las mandara a tres direcciones que allí me indicaban y que a las otras dos direcciones la eligiera yo, o algo parecido. No recuerdo bien como era, pero si hacías lo que la cadena te pedía, al mes te llegaban cinco señaladores de regalo que otro como yo había mandado. Si seguías los pasos, después de seis meses, te llegaban de regalo 30 y al año 200 y así el crecimiento era exponencial.


Por supuesto que lo hice y esperé el día en que recibiría no una carta, sino un camión. Un camión que estacionara frente a casa descargando cajas y cajas de señaladores de todo el mundo. La cadena no se acababa nunca, descubrí después, por lo que las cifras de los recibos superaban lo posible. Ahí me desengañé, habían pasado más de tres años de mi primera carta y no había recibido ni un mugroso sobre. Y yo era un obsesivo esperando. Tenía mucha experiencia en esperar cosas. Para ese entonces yo había llegado a esperar cosas inclusive mucho más allá del límite del milagro. Esperé, por ejemplo, mi regalo de Navidad por parte de mis tíos hasta la llegada del invierno. Mes tras mes visitaba su casa y miraba de reojo distintos rincones en dónde podrían haber escondido el regalo, olvidándolo allí quizá. Después de un tiempo cambiaba la razón del olvido y así renovaba la esperanza.


Pero para esperar señaladotes estaba grande. Lo que realmente me obsesionaba era la pregunta. ¿Es posible que entre esa persona absolutamente desconocida de República Dominicana y yo, exista un conocido? ¿Cuántos conocidos de mayor y menos grado se necesitan para llegar a ese desconocido? De aquellos pensamientos de siesta a hoy transcurrieron casi veinte años.


Hace algunas semanas empecé a toparme por todos lados, como aquellas cosas que empiezan a perseguirnos sin saber por qué, con la expresión “seis grados de separación”. Un amigo de Miami me lo dijo en referencia a la contratapa de un libro que escribí y varios contactos de Facebook se referían a eso a cada momento y para cualquier cosa. Lo encontré en revistas, sitios, artículos y me sentí perder otra vez. Tuve esa sensación de llegar tarde a algo que todos consideran cool y ya casi están dejando de usar (como las bermudas a cuadrillé de los noventas).


Harto, decidí buscar el significado de la expresión y di con aquella vieja idea de la infancia. Allí estaban, frente a la explicación, todos los separadores de libros, mis siestas, mis obsesiones. Sí, si, era más o menos eso: un concepto estableciendo que una persona puede estar relacionada con cualquier otra en el mundo, a través de una cadena de conocidos de solo seis pasos. Ok, tenía un número exacto, tenía la respuesta, y era el número de mi suerte: el seis.



La teoría fue inicialmente propuesta en 1929 por el escritor húngaro Frigyes Karinthy en una corta historia llamada Chains. El concepto está basado en la idea que el número de conocidos crece exponencialmente con el número de enlaces en la cadena, y sólo un pequeño número de enlaces son necesarios para que el conjunto de conocidos se convierta en la población humana entera. Parece que en 1967, el psicólogo estadounidense Stanley Milgram ideó una nueva manera de probar la teoría. El experimento consistió en la selección al azar de varias personas del medio oeste estadounidense, para que enviaran tarjetas postales a un extraño situado en Massachusetts, a varios miles de millas de distancia. Los remitentes conocían el nombre del destinatario, su ocupación y la localización aproximada. Se les indicó que enviaran el paquete a una persona que ellos conocieran directamente y que pensaran que fuera la que más probabilidades tendría, de todos sus amigos, de conocer directamente al destinatario. Esta persona tendría que hacer lo mismo y así sucesivamente hasta que el paquete fuera entregado personalmente a su destinatario final. La entrega de cada paquete solamente llevó, como promedio, entre cinco y siete intermediarios. Los descubrimientos de Milgram fueron publicados en Psychology Today e inspiraron la frase "seis grados de separación". Los descubrimientos de Milgram fueron criticados porque éstos estaban basados en el número de paquetes que alcanzaron el destinatario pretendido, que fueron sólo alrededor de un tercio del total de paquetes enviados. Además, muchos reclamaron que el experimento de Milgram era parcial en favor del éxito de la entrega de los paquetes seleccionando sus participantes de una lista de gente probablemente con ingresos por encima de lo normal, y por tanto no representativo de la persona media.

Ahora, gracias a la Internet, todo es más rápido, fácil y barato. Me embarco sin problemas y casi sin esfuerzo, (sabiendo que solo hay seis personas de por medio) a encontrar a aquella señora Dominicana que me envió la cadena cuando era chico. Es probable que esté muerta, pero también es probable que sea una dulce anciana detrás de la computadora apretando el enter con el miedo de quien aprieta el botón atómico. Si estás ahí, Griseta, contestame. Yo te perdono, no quiero los separadores, quiero que me escribas, y que me digas por qué, por qué a mí.