¡Sacalo!

La pesada noche de verano nos dejaba sin aire. Bamboleantes, sumergidos en una realidad derretida. Veníamos de espiar por el tapial a la Crivelli. Los jueves bailaba con el novio en el patio, ponían la música al mango. Hubiésemos visto lo mejor a las cuatro de la mañana, pero volvimos al barrio a las dos, la triste hora en que los padres juntan las reposeras, entran el televisor bostezando y se preparan para dormir.
Las chicas jugaban al saltapié en la calle, y nos prendimos. Se levantó viento. La pelota mostró vuelos propios. En un esquive insulté a la Naty: el pelo era una molestia para todo, me ponía loco. No le gustó pero la dejó pasar. Después la pelota me dio en la cara.
—Boludo —largó.
—¡Chupame un huevo! —le contesté.
—Sacalo... —desafió, y todos quedaron mudos.
En sexto grado fingíamos madurez. Una mueca de fastidio bastaba para controlar esos retruques. “Ser grande” era perdonar, evitar y dejar pasar las peleas y esas cosas. Como cuando el Nico le partió el ladrillo en la cabeza al Nata, y el Nata (lleno de sangre) lo miró de pies a cabeza y levantó las cejas; nada más. Pero la Naty nunca adhirió a ese estilo. Decir “Sacalo” era todo un compromiso.
—Ahora no —le dije—, estamos jugando.
—Cagón.
—No soy ningún cagón, ¿sabés?
—Bueno, dale, sacalo después del partido.
Los chicos miraban serios, sabían que si la Naty estaba involucrada no era joda. Nadie dijo nada, como escondiendo el problema. En el fondo a todos les gustaba que se armaran esas cosas.
—Después del partido lo saco, vas a ver.
Jugamos dos o tres puntos más, y ahí se vino el agua. Corrimos adentro, cada uno a su casa.
Por la ventanita del lavadero miré la luz tintineante de la vela en la ventanita del lavadero de la casa de la Naty. ¿Era ella, asomada también hacia la lluvia, intranquila? No, la Naty no pensaba mucho las cosas. En cambio yo sí pensaba. Pensaba demasiado.
Atrás de la casa de los Berrino, los rayos gigantes y afilados iluminaban de a ratos. El viento doblegaba los fresnos hasta lamer las baldosas entre gordas cortinas de agua. Un auto veloz por la esquina me encandiló. El conductor debe haber visto mi rostro asomado como si fuese un fantasma. Me quedé muchas horas en la ventanita, pensando. Amanecía, cantaban las ranas en los zanjones. Entonces dormí dos o tres horas, y sonó el despertador.
En el colegio venía con el pan de leche por el pasillo para comerlo en el refugio abajo del escenario, y me apareció en la mente la cara de la Naty diciendo “Sacalo”.
Traté de frenar el miedo, se estaba convirtiendo en algo irracional. Seguro que nadie se acordaba. Pero la verdad no me daba la razón, la Naty no iba a olvidar. Una vez Pitito Vergara le dijo que bajara los pantalones a tomar agua, un chiste que usábamos cuando alguien tenía los pantalones muy cortos. Una semana después, en la pileta, adelante de todo el mundo, la Naty lo encaró y le dobló el dedo hasta hacerlo arrodillar. En otra ocasión el Loro la desafió, y ella le dijo “Venite”. Y el Loro se cagó. ¡El Loro!
En el almuerzo ni probé los fideos. El temor no era sacárselo a la Naty (aunuqe sí, y mucho), sino que estuvieran los chicos, o las otras chicas. ¿Y si la tarada lo quería chupar?
A la siesta fui a la pileta temblando. A veces iban la Naty y el primo. Subí al trampolín y me senté en la tabla para poder verla venir.
A las siete empezaron a avanzar las nubes negras. Me tragué casi entero un pancho y volví a casa a planear algo. La hora de la cena llegó rápido, y no solucioné nada. Comimos pizza fría en el jardín. A eso de las diez salió Sarandieri y marcó con tiza en el pavimento la cancha de paddle y lo llamó al Lagarto para jugar. Al rato salieron las chicas. La Naty, no. Me tranquilicé. Se levantó viento.
Fui a buscar la paleta y jugué dos partidos. Perdí uno, al otro lo gané y pasé a la final.
Y ahí llegó la Naty.
El corazón fue a doscientos. Nadie decía nada. Peleábamos por los puntos o por si la pelota pegaba en la línea dibujada torcida.
Entonces, de lo más bien, la Cintia dijo:
—Che, la Naty se lo tiene que chupar al Lelo. De anoche, ¿se acuerdan?
Y de nuevo el silencio de cuando nadie sabe qué decir.
No había otra, me hice el macho.
— Sí, Naty —le dije—, no te hagas la viva. Después el cagón soy yo.
— Bueno, dale, sacala.
— No, acá no.
— Bueno, crucémosnos al campito...
Nos cruzamos al campito.
Encontré un lugar de yuyos altos, capaces de tapar un poco. Tronaba fuerte ya.
La Naty, de frente y más alta que nunca, no descuidó un segundo su mirada. Me bajé los pantalones de un tirón. Miró abajo. Debe haber visto el racimito hirsuto y pobre, el colgajo insignificante y áspero, camuflado entre los arbustos como nido de curucucha.
—Bueno... —dijo, y pegó la vuelta y volvió con los chicos.
Mientras me subía los pantalones, la vi correr de espaldas: un trote corto, como si la tormenta pudiera alcanzarla.
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