Grises, verdes de Diego Vigna


Grises, verdes fue la opera prima de Diego Vigna y contiene sietes cuentos. Se publicó en La Creciente, editorial desaparecida, mítica ya en la ciudad de Córdoba que se caracterizó por imprimir en pequeño formato primeras obras de autores jóvenes, muchos de los que hoy conforman un discutido canon de literatura local. Por allí pasaron Falco y Lamberti, por citar algunos.

Vigna tiene 28 años, nació en Neuquén y participó en las antologías y compilaciones Carne (La Creciente, 2006), Ensayo(s) de Narradores (Alción, 2007), Diez Bajistas (Eduvim, 2008) y Autogol (Ed. Funesiana, 2009). Hoy tiene una obra que comienza a consolidarse con el lanzamiento hace dos años de Hadrones, un libro de cuentos realistas publicado por Recovecos.

Los cuentos de Gises, verdes no dan lugar a remates argumentales, cierres de sentido, u otro tipo de recursos que suelen identificar a una literatura de manual. Vigna trabaja con la disolución, el desvanecimiento, el foco que se apaga lentamente o simplemente la amputación. En eso se suma a una producción local que no puede escapar a lo carveriano. Muchas veces expone instantáneas de sensaciones arrastradas por el viento cálido de la soledad. Se acerca al realismo para tomar de él lo que sirva para construir, con la fluidez del texto, una literatura desinteresada. Una apatía de sentido estrictamente literaria.

Las imágenes son nítidas y vibrantes, como en este pasaje de Papá cobra en dólares:

“Tres o cuatro meses después de haber llegado a Caracas, el abuelo se acercó al árbol con soga y un banquito de madera. (...) Después acercó la escalera y la apoyó contra el tronco. Empezó a subir, despacio, hasta la segunda rama, que también es gruesa, y ató la soga con fuerza. (...) Yo aproveché ese tiempo para bajar hasta la segunda rama y controlar el nudo. Traté de no hacer mucho ruido. El abuelo se acercó al árbol (...) Metió la cabeza por el círculo de la soga y se quedó quieto. Mirando el pasto. Los manchones oscuros.

Antes de llamarlo y decirle abuelo se me ocurrió que podía tocar el nudo. Apoyé los dedos sobre la soga, muy pero muy despacio, rozando, hasta que pateó el banco, y el peso hizo tensar la cuerda y la tensión se comunicó con mis dedos y me llegó hasta el hombro.”

En Colgados, una pareja en un auto absorbe todo el instante de la angustia y el frío en una escena que ya es pasado mientras transcurre. En el tercer cuento aparece un gaucho suicida con intentos tragicómicos por ahorcarse.

Filos de invierno emociona. Es un punto alto del libro. Una profunda evocación de la inutilidad, del paso del tiempo, de la traición. Un padre con sus hijos sentado en la plaza observa como su mujer se acaricia en el bar de enfrente con un viejo conocido del pueblo. En Tanto tiempo afuera el relato hace equilibrio en la frontera de lo escatológico-cotidiano, pero jamás cae en lo bizarro. Hay ternura en esa sordidez en pantuflas porque Vigna tiene un uso de lo coloquial envidiable y preciso la mayoría de las veces.

Le gusta decir que no le convence mucho la posibilidad de llamarse “realista” por el término en sí: le suena un poco pretencioso, algo así como un destino, un lugar alcanzado, y no un proceso que lo lleva a escribir.

En Línea divisoria, se puede alcanzar el horizonte de tanto caminar. Quizás, un intento de alegoría sobre la anhedonia, la concreción de las metas, la nada que espera en cada sueño. La utopía que se devela sosa.