CHOZAS

1

   Estoy corriendo con todo. Termino de cruzar los zanjones por la bajada Refalón, y agachándome entre las cañas, tratando de no hacer ruido, me doy cuenta de que estoy solo. El olor a podrido no me deja respirar, el corazón me va a mil. Veo una sombra que viene haciendo ruido por el agua. Es el culiáu del Étor.
   —¿Para dónde rajaron los otros? —me pregunta, sudado.
   Lo que hicimos no tiene gollete. Yo sabía que iba a pasar algo con los excombatientes de las Malvinas. Ahora el Étor se ríe como si fuera algo común. Me acuerdo de una noche que fuimos al barrio Centenario a comer a la casa de la tía. Era la primera vez que yo iba a ese barrio, el Laucha se avivó al salto.
   —¡Paren, paren! —dijo, y me señaló—. Este pendejo es el putito del 2 de abril.
   El Étor les dijo que no me hicieran nada, que era un amigo de él. Pero ellos querían pelear. Yo estaba cagado en las patas y salí corriendo, más vale que me persiguieron. Parecían un malón. Bajé por una vereda y me metí en un patio oscuro. Me quedé agachado contra la tapia escuchando los gritos. El Étor les mandaba que me dejaran. Me di vuelta, y vi la sombra de un pájaro un poco más chico que un ñandú que me empezó a tirar picotazos. Salté la tapia, gritaban “¡Ay tá, ay tá!”.
   Caí en un montón de arena, en otro patio, los perros ladraron. Salté la tapia de nuevo y caí en la vereda verde, esa que da contra el matadero. Volví corriendo a los zanjones y me escondí también en este cañaveral hasta que sentí que se venían. Se cortó la luz. Había una luna enorme. Yo creía que me iban a matar. No podía quedarme entre las cañas, así que salí corriendo y llegué hasta las cuevas. Los del barrio Centenario no son civilizados como nosotros, en vez de chozas hacen cuevas en la arcilla.
   Me metí ahí y me quedé chito, tratando de no delatarme con la respiración. No aguantaba mucho, y cada vez que abría la boca (porque yo respiro por la boca) me comía una bocanada de olor a  bosta.
   Adentro no se veía nada. Escuché la voz del Étor que me decía que saliera. Me quedé callado un rato hasta que escuché las pisadas. Después me tiraron del brazo. Era el Pera.
   —No seas cagón —me dijo—. Vamo pal barrio.
  Sabía que era un truco pero no tenía otra, así que salí con ellos haciéndome el pistola. Pensé que me jodían: eran mucho más grandes que yo. Apenas entramos al barrio se separaron y me dejaron solo con el Étor en la casa de su tía.
   Habrán sido las ocho y media de la noche, o las nueve. Era invierno. Adentro, la casa no tenía ni revoque. Había un olor a humo de brasero que ahí juné de dónde venía el olor de la ropa del Étor. Ese olor a pobre del que hablábamos con los chicos. La madre estaba loca, los iba a buscar a él y al Bujía con un látigo que usaban en las domas.
   —Rajen, rajen —les decía—. Rajen rejucilando pa las casa que ya vas a ver cuando llegue su padre —el padre andaba siempre en pedo; una noche se subió a la antena esa de veintisiete metros a poner la estrella de Navidad y no se pudo bajar. Tuvieron que venir los bomberos.
   Yo les miraba las bocas: comían apurados, hacían bosta la carne todo mal con los pocos dientes que les quedaban. Les pregunté qué comíamos, y se cagaron de risa.          
   —Comadreja —me dijeron.
   Solté el tenedor y el cuchillo, y se rieron más fuerte.
   —No, es conejo —me decían. Y se volvían a cagar de risa.

   Al Étor lo conocí apenas llegué al barrio, antes yo vivía en el conventillo atrás del cine. Me daba un miedo bárbaro vivir ahí: dormíamos solos con mi mamá y mi hermana, mi papá trabajaba de noche. Mi mamá tenía mucho miedo, nos decía que ni se nos ocurriera bajar al patio al oscuro. Yo dormía solo en una pieza regrande con piso de madera, en una cuna, porque éramos pobres.
   Le tenía terror al patio ese inmenso con piso de tierra. Daba a unas piezas raras donde siempre estacionaban autos a cualquier hora. Yo no los veía pero a la noche escuchaba lamentos y ruidos de cadenas, y después que ponían una radio al mango. Ahí me aprendí un montón de tangos. Mi mamá me decía que no me asustara, que era el cine, el sonido de las películas. Pero yo sabía bien que a esa hora en el cine no había nadie.
   En el medio de la casa había una pieza a la que tampoco nos dejaba entrar mi mamá; ahí vivía Colectivo, que era un hombre de pelo largo que escuchaba música de ruido a lata y le pedía costeletas a mi papá. Yo no me acuerdo de ese hombre. Mi mamá me contó que cada vez que yo peleaba con ella y mi hermana a la noche porque tenía miedo del patio, me iba a lo de Colectivo; pero parece que Colectivo tenía más miedo que yo. No me acuerdo bien, nomás lo que me acuerdo del conventillo ese atrás del cine es el miedo al patio y los ruidos.
   Menos mal que nos vinimos al 2 de abril. El primer día que llegué me estaba por tirar del tobogán. Sentí que me tocaron el hombro y me di vuelta. El Étor se cagó de risa del poncho que yo tenía y me pegó un sopapón que me hizo bajar de cabeza. Esa fue la primera vez que lo vi, después me hice amigo y empecé a ir a la casa. Andaba todo el día masticando yelo. Una noche el padre me ató un hilo de coser a un diente flojo, y cuando iba a tirar me dio como un ataque de miedo fuerte y salí corriendo con el hilo colgando. Llegué llorando a mi casa, se me cagaban de risa. Esos son los primeros recuerdos que tengo de la familia del Étor; pero nunca en el barrio de sus parientes, y menos comiendo.
   Cuando terminamos, salimos a la vereda y jugamos al truco. Había chicos jugando al básquet en un paredón de la fábrica. Había viejas que despiojaban a los hijos, una chica con una fiebre en la boca que andaba con un pañuelo tapándose.
   —Hace cinco años que tiene que andar con el pañuelo —me contó el Étor.
   Ya era tarde pero al barrio no le calentaba. Había dos hombres en pedo que discutían de fulbo, y de la esquina una mujer salió con un bebé en brazos que casi que revienta la puerta y se fue.
   —¡Vení acá! —le gritó un hombre de adentro—. ¡Vení acá o te arranco la cabeza de un patadón!
   —¡No, no! —dijo la mujer, y se escapó con el bebé en brazos casi más grande que ella—. ¡Llamen a la policía!
   El hombre entró a la casa y salió con una escopeta.
   —¡Vení acá, hija de mil puta! —gritaba. Después tiró un tiro al aire. Ella se volvió llorando.
   —No me hagas nada, Gordo —decía agachada. La bebé lloraba, y los vecinos se acercaron a tranquilizar al gordo.
   —El gordo Suero —dijo el Étor— siempre está en pedo.
   La mujer se metió a la casa, y el hombre la siguió. Entonces me di cuenta de que el barrio Centenario le ganaba al nuestro. El Pera y otros venían bajando por la canaleta del medio corriendo con palos y cadenas en las manos llenos de barro y sangre. Cruzaron la canchita  dándose órdenes entre ellos y doblaron para lado de las cuevas.
   —Estos culiáu fueron a afaná —me contó el Étor—. Seguro que los corrió la cana.

   La tía nos mandó a dormir, iba a empezar la timba. Lo arrastró al Étor de la oreja hasta la pieza.
   —¡Ya tengo catorce años! ¡Soltame, hija de puta!  
  Ahí me di cuenta por fin cuantos años tenía: como sospechábamos en la choza, era mucho más grande que nosotros.

   Nos acostamos. La pieza era con piso de tierra y no había luz en toda la casa, ni camas. Dormimos en unas arpilleras. Al lado dormía la prima del Étor, que tenía diecisiete. El Étor se puso loco, le metió la mano abajo de la remera pero ella lo sacó de un manotazo.
   —¿Qué hacés, culiáu? —le gritó—. ¡Siempre haciéndote el pelotudo vo!
   El Étor le acariciaba la cabeza, le decía putita, pero ella se lo sacaba de arriba. Yo estaba nervioso. La prima se puso boca arriba, y el Étor le volvió a meter la mano en las tetas, se las frotaba. La Noe empezó a respirar fuerte y parecía loca, el Étor le tenía la otra mano entre las patas. Entonces me agarró la mano y la puso ahí donde tenía la de él. Toqué la concha, como mojada, suavecita. El Étor empezó a reírse.
   —¡Basta, culiáu! —me dijo—. ¡Andate un rato al patio! —y se levantó enojado y me sacó por la ventana.
   Yo salí, sabía que el Étor se la iba a culiar. Una vez nos había contado que se culiaba a una tal Noe, pero no sabíamos que era la prima.
   Me quedé en un rincón del patio al lado de un tacho de 200 litros. Me asomé y no pude aguantar. Había como veinte comadrejas vivas. Parecían hirviendo, se peleaban para escaparse del tacho. Me vinieron arcadas, me tapé con la mano pero no pude aguantar, entré corriendo y les chorrié todo arriba.
   —¿Qué hacé, culiáu? —gritaba el Étor. Se escucharon unos pasos en el pasillo y el Étor y la Noe se acomodaron.
   —¿Qué pasa? —dijo la tía con la voz de motosierra.
   —El Nacho gomitó, el boludo.
   —Bueno, vení —dijo la tía, y me agarró del brazo riéndose—. No te cagués, no te cagués que no es nada. ¿Estás bien?
   —Sí, ahora sí, veo medio nublado nomás.
   —Bueno, vení al baño, lavate la cara. ¡Y ustedes dos, ojo con lo que hacen, que después viene el Roberto y los muele a palos! ¿Me escucharon? ¡Mucho ojito, eh!
   —Quiero irme a mi casa —decía yo.
   —Étor, acompañalo.
   —¡No, qué! Que se vaya solo.
   —Étor, acompañalo. Ya es tarde.
   El Étor se levantó para acompañarme, pero me dejó ahí nomás en los zanjones. Me dio miedo, pero iba a tener cosas que contar en la choza.

2 coment:

Anónimo dijo...

Muy buena escritura! Realmente me atrapó al punto de apagar mi celular para terminarlo sin interrupciones! En algún punto me hizo a acordar al libro "La constante espera", de Rolando Hanono, de estilo costumbrista. Porque la otra novela de Hanono (La sentencia) tiene un ritmo más de intriga internacional. Felicitaciones por el blog!! José María.

Pablo dijo...

Gracias, José María.