Frente a la funeraria, miro el cartel con el nombre de la muerta: Azul Dietrich. Entro. Chequeo el lugar sin atreverme a mirar el féretro. Estoy en un rincón, junto a gente quejándose de la lluvia que no llega al campo. Un tipo se acerca y pregunta si fui amigo de Azul. Le digo que no. Es el padre. Azul fue una chica de pocos amigos, dice, por su problema.
Voy a la otra sala con la esperanza de estrellarme contra el rostro del cadáver. De esta manera el impacto será fuerte, pero irremediable. El miedo me detiene antes de lanzarme como kamikaze. Es el primer muerto que veré en mi vida. Me acerco con las manos en la espalda. Es ella. Larga, unos dos metros veinte. Más que una muerta, parece una comida rancia servida para un Goliat que está a punto de llegar. Somos un montón de animales con la ofrenda lista, esperando al monstruo.
La miro: tiene los pómulos reventados. Un tipo hace girar un cigarrillo apagado entre los dedos. Apoya la otra mano en mi hombro. Cree consolarme. La puerta entreabierta enmarca al padre de Azul lloriqueando más allá, en el regazo de una mujer. Alguien se acerca a ellos y los besa. Los ventiladores despiertan echando olor a muerto. Ya está, la vi.
Salgo y me siento en la entrada. Surge de los zanjones del Centro Cívico un vaho caliente que se mezcla con el olor a baño limpio de la mañana.
Hablaré de la muerta. La conocí una noche fría en que bailaba Norma Viola. Atrás, lejos del escenario, delante de su padre, agarrada de la mano de su mamá, me miraba golosa. No le di más de dieciséis años. Fue un hallazgo. Sus piernas, su cadera y cintura, y por último, las dos lomas que coronaban su pecho envuelto por ese inmenso abrigo de corderoy verde parecían dos módulos lunares flotando. Movió los labios. Miró. Al rato me fui. Caminé entre el público tratando de encontrar a algún conocido. Cuando volví, Azul y sus padres ya no estaban. Miré un rato el show. El Intendente le entregó una plaqueta de ciudadana ilustre a Norma Viola. Se rumoreaba que era su última actuación, que estaba enferma. Empecé a mirar a la gente aplaudir. Descubrí a Azul muy atrás, abajo del cartel de VeriHogar, sentándose en uno de esos bancos de cemento. Me tomé unos minutos para acercarme. Ella me hizo un lugar en el banco. Me llamo Azul, dijo. La boca se le derretía. Una gorda se sentó atrás y me quedé sin mi porción de banco. Ya no la veía. Esta chica padece alguna enfermedad mental leve, pensé: los ojos, la nariz y la boca en el centro de la cara regordeta no se ven saludables. Sin embargo, en mucho tiempo no había visto una cara así de bonita y provocadora.
Todos rezan el Rosario, me miran de reojo. Parecen conocerse a la perfección. Me siento un intruso. Deben confirmar con mi presencia un noviazgo oculto de Azul. Me gustaría decirles que sí, pero no aguanto la decadencia de los velorios. Del otro lado de la puerta descubro al padre señalando con la mirada hacia donde estoy. La mujer que antes lo consolaba cogotea buscándome.
Me siento cerca del féretro, donde no pueden verme, junto a unos chicos embarrados. Hablan de zapatillas. Alguien trae chocolates y convida. Yo no quiero, me levanto y salgo. Enciendo un cigarrillo. La verdad es que acabo de angustiarme.
Aquella noche que la conocí, de camino a casa cuando el espectáculo había terminado, los vi pasar en la renoleta. Con la nariz pegada a la ventanilla como en las películas, Azul no me sacó los ojos de encima.
Los meses que siguieron fueron de una soledad olvidable. Nadie sabía de ella en el pueblo ni en los pueblos vecinos. La mina no salía porque en realidad era una niña. No tenía catorce o quince, sino diez o nueve. Una enfermedad degenerativa, gigantismo o algo así, la mostraba púber. Descarté la idea por fantasiosa. No me gusta escribir sobre mis obsesiones porque no son verosímiles, pero juro que estuve mucho tiempo pensando en ella. La amaba.
Encontré a Azul después de muchos años. Fue en la parada del colectivo. Yo pasaba con las bolsitas de las compras. Ella me llamó. Vestía con ropa deportiva tratando de no acentuar una flacura al borde del raquitismo. Medía un metro noventa o algo así. Cuando la vi me sentí invadido por ese olor de cuando la amaba y buscaba. Mis sueños se destrozaban en ese cuerpo deforme, pálido, lleno de manchas.
Le pregunté si me llamaba a mí y dijo que sí, y si la reconocía. Le dije que no, fue terrible. Me quedé parado, actuando mal, entornando las cejas, dejando las bolsas en el suelo, mostrándole interés por seguir la conversación. Pero le repetí que no, que no sabía quién era, que no me acordaba. Hablamos dos o tres boludeces, y tuve que hacerme a un lado para que el colectivo estacionase. Subió con dificultad. Te tenés que acordar, dijo desde la ventanilla. Le sonreí abriendo las manos. Fue la última vez que la vi.
Ahora cierran la tapa, y los llantos se mezclan con el sonido del destornillador eléctrico. Salgo. Hay gente esperando el cortejo. Varios viejos fumando, puteando por la eliminación en el Mundial. Tiro el pucho. Sacan el ataúd y lo meten en la parte trasera del coche. Los parientes lo acompañan unos metros y se vuelven. Ya está. Se encienden los faroles del bulevar.
Cuando el último auto desaparece, camino al bar más cercano. Acá no pasó nada, me digo.
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