Omar Genovese es escritor, diseñador y especialista en marketing político. Publicó Norep, el lado escuro de Perón en La Comuna Ediciones (2010). Desde 2006 matiene su blog Phantom Circus-El Fantasma (http://witzky.org/genovese/) y es, también, editor del blog colectivo Nación Apache (http://www.nacionapache.com.ar/). Publica crítica literaria en el suplemento Cultura del Diario Perfil y colabora con otros medios periodísticos como Crisis Revista (http://www.revistacrisis.com.ar/larevista/n-05/larevista.html).
A propósito del auge de las preguntas de nuestro cuestionario de mimbre, le consulté:
¿Cómo escribís? ¿Pensás en una “obra” a la hora de escribir, o a eso lo ves después?
Escribo con los diez dedos, veloz, como linotipista y sin observar qué presiono sobre una laptop, cuyo teclado perdió el dibujo de algunos caracteres: c, n, m, y también es notable el desgaste en la barra espaciadora. De ello infiero que el uso de la lengua abunda en tales letras, como el espacio entrepalabras. Eso para contradecir la vocalidad del castellano. ¿Será la reverberación de consonantes la advertencia del temblor de los dedos, su inmanencia? ¿Es tal mecánica la constante de lo escrito?
Sin temor al blanco de página (nunca lo viví de esa manera, como puesta en cero de una posibilidad), la “obra” (palabra que remite al armado, a la ingeniería, poco simpática) se piensa y la pienso, nos pensamos juntos. Pero más que obra se trata de las ideas, partículas de nociones que pujan por estar ahí, articulando una trama o la evasión de estructuras conocidas como tales. Creo que es más complejo pensar en lo que se va a escribir que hacerlo, que es sentarse para ejecutar la paciencia de escribir. Eso no quita que algunas páginas aparezcan en el tironeo entre pensar el qué y ejecutarlo, todo al mismo tiempo. No sé si es la forma precisa en que funciono para escribir crítica, ahí hay otro tipo de intrusiones, la del autor leído y su substancia, si es que la tiene. Escribir crítica literaria resulta otro tipo de experiencia: hay límite de palabras, subrayados, efectos, recuerdos y cruces estéticos derivados de la lectura. Pensando en términos de ejecución, la crítica tiene cierta complejidad empírica mayor que la escritura [¿Cómo llamarla? ¿Creativa?] de un cuento o novela no plantean, al menos para mi objetivo: no pienso en la cantidad de páginas, en por qué debe ser tan extenso un capítulo, resulta tedioso especular con la materia literaria de manera estadística. Para eso es preferible dedicarse al cálculo. Aunque existe una trampa, y es que la lectura amasa densidades temporales, extensiones y superficies del tiempo, formas que remiten al transcurso, pero no en términos de exactitud o mensura. Eso es notable en grandes escritores como Kafka, Nabokov, Cabrera Infante. Recuerdo los experimentos temporales de Robbe Grillet, ése es un buen ejemplo. O Resnais que como cineasta tenía capas textuales.
¿Cómo ves a la “joven” literatura argentina? ¿Existe?
Negar la existencia de nuevas escrituras, nuevos estilos, sería como negar la diversidad de la naturaleza. En sí es un acto de torpeza y rechazo comparable con un chauvinismo casero, de pueblito aislado en la montaña cuyos habitantes creen ser los más inteligentes del mundo. La cuestión es llegar a esas expresiones literarias, que circulen, sean accesibles. Son notables algunas promesas, con ciertos párrafos ocurre: ahí hay un escritor, ahí sí existe una idea de la literatura. Pero eso no aplica para generalizaciones, a la inversa, lo que noto es la ausencia de manifiestos, como la posibilidad estética de los mismos. Existen, sí, escritores notables, llamativos, pero que tampoco encajan en una línea de tiempo que corresponda a la existencia del mercado (del sujeto que consume), ni a las cronologías que implican el corte generacional. En general, y es una triste ley histórica, el autor más destacado por tal contenedor resulta el menos leído, aquél que menos reconocimiento tuvo entre sus pares. Pero también, aquí, está la preferencia. Prefiero ése tipo de escritores. Ahora, cómo los veo, pensando en términos de decenios... Noto que la generación actual de escritores, los publicados, está menos aferrada a la disciplina de la pasión lectora pero a la vez más atentos a la diversidad de materiales que fluyen en la cultura. Ahí sí son ávidos y puede ser efecto de la “viralidad” con que los medios tecnológicos envuelven y distraen. A eso lo llaman efecto borgeano, el efecto nube que puede alcanzar a un fotógrafo sudafricano fascinado por constatar la realidad de lo salvaje en los hombres de la sabana, como el cine marginal, de bajo costo con cámaras de alta definición digitales, que llega desde oriente. Esa nube no es la Enciclopedia Británica que guiaba la curiosidad de Borges, pero tiene aspiraciones de, como una jactancia de la información para sobrevalorarse y adquirir grado de verdad absoluta. Eso abre interrogantes sobre qué educación seguirá a la no educación libre y gratuita. Qué lector se está formando, ¿acaso un monstruo? ¿O es el génesis de nuevos faunos del pensamiento?
La materia resultante será cada vez más diferencial respecto al siglo XX. Incluso, podemos temer sobre el destino de la literatura, como si la paranoia de Dick atravesara los muros fantásticos. Ayer leía sobre empresas inglesas dedicadas a crear imagen positiva de las personas a través de la web, medios y televisión, como pequeños servicios de inteligencia hitlerianos que por una mensualidad convierten a un escritor en bestseller, en un ser destacado de la cultura ligada al consumo de masas. Eso supone un triste destino del sujeto literario; bien, contra eso tendrán que lidiar las nuevas generaciones de escritores, contra un plan siniestro de vulcanización del saber.
Los dos grandes poseedores de lengua propia son Laiseca y Chitarroni. También está Aira, que dejó la posibilidad de una lengua por diseñar la gran estrategia, de cuyos movimientos emanan territorios de impiedad fantástica, al borde del capricho ingenioso de su obsesión del día. Lo hace con mucho ingenio: planta un pensamiento respecto a la literatura (una micro idea nueva cada vez) para luego abandonarlo, libro por libro. Creo que Aira dejó el proyecto de Ema y Canto Castrato renegando del oficio. Digamos que viajó del gran friso –que era la novela– a tomarse vacaciones en el resort de la brevedad, en la pereza. Con la fluidez de una prosa de aparente descuido, esa sencillez fingida prepara siempre un paso delirante: con ello instaló la marca reconocible, el código para que adhieran los lectores, que también es un imposible, una barrera que lo aleja de toda crítica negativa. Tal método intransferible, devasta la intención de imitadores u homenajes, y ahí es nocivo, su lectura entusiasma, dice: se puede escribir, pueden hacerlo. Pero no es nada fácil, y frustra, lleva al desencanto por la escritura. Esa tendencia a “la fina ironía” constante encubre una carcajada siniestra. Es fácil escribir, miren, dos nueces sobre la mesada de la cocina dialogan respecto a la imposibilidad de volver a la rama del árbol (evocando el estilo de Plutarco en Vidas Paralelas), y derivan sobre el estado de ansiedad del bosque. Luego, cae un rayo terrible, hay un incendio y somos invadidos por un ejército de enanos de jardín que cobraron vida tras un conjuro druida dirigido por un émulo psíquico de Asterix. Para el lector avezado, eso, es una tomadura de pelo. En los jóvenes, en cambio, es un mensaje de amenidad falso: ¿a ver cómo no te sale? Por eso la sentencia, o reclamo, de las nuevas generaciones es cuantiosa: Aira nos cagó... Advierto lo de Aira porque sería injusto omitirlo. Ahora, Laiseca, más allá de su maratónica Los Soria, ha demostrado un manejo del estilo, de la imaginación en el estilo, que resulta maravilloso, hace cautivo al lector. Lo mismo Luis, pero con un notable tic de valentía: la vacilación con que se permite narrar y con la que cuestiona toda firmeza o verdad absoluta respecto a la literatura. Un lector perplejo por el acoso de las palabras, ahí su acierto, su relevancia. Ambos son generosos con los lectores, aunque la academia, el reconocimiento académico, les sea esquivo. Bueno, ahí está el otro problema: la literatura mediatizada (y la academia, también está inserta en ese juego, de ahí la aparición de Beatriz Sarlo en el debate público) terminó aceptando a Borges como el paradigma, el límite, señalando que de ahí en más nada mejor puede pasar. Y en realidad ocurre, la literatura ocurre, así se opongan todas las fuerzas doctas a que gire la tierra sobre su eje.
¿Abordamos diferente la lectura de un texto según el soporte en que se presente? ¿Leemos igual de un libro que de un blog, por ejemplo?
A esta altura del siglo XXI creo que leer se pude ejecutar en cualquier tipo de medio, como en cualquier posición que resulte cómoda. Y hay una diferencia socioeconómica importante: no es lo mismo leer un archivo pdf de un libro que haya sido publicado que leer el mismo archivo de un libro inédito. El segundo está en la incertidumbre, no fue libro aunque tenga apariencia de ello, y eso es porque la noción escritura + publicación = escritor está arraigada por la historia editorial. Será por eso que desde el lugar del escritor, publicar legitima. La sociedad humana aún conserva tal costumbre. Por tanto, escribir en un blog no es más que iluminar (retroiluminar con una pantalla) sobre lo posible a ser libro, pero es indispensable la constancia física real, en papel. Hablo por mi experiencia, eso no quita que la tecnología y la desarticulación social cambien las reglas del juego en la cultura. Mientras tanto, el libro es garante de la constitución del sujeto como escritor. Luego están los problemas que genera el mercado de consumo: los noir, la corrección de estilo, el editing, infinidad de recursos para quienes aspiran a ser escritores (a representarse como tales) y cuyos originales entregados al editor carecen de recursos literarios suficientes. Ahí, en tal padrinazgo, hay cierta estafa, pero se trata también de decoro, disimular que no alcanza con los autores dóciles, adictos a un régimen de lugares formales de la ortografía, por lo tanto hay que fabricarlos, inducir al campo lector a creer en esos representantes como dignos de una trayectoria cultural. De ese laboratorio, cada tanto, se destaca algún atleta narrativo que sorprende.
¿Cómo ves el futuro del libro de papel?
La cultura de la imagen cada vez gana mayor terreno, muchos chatean con dibujos en lugar de escribir palabras, o mandan mensajes de texto en códigos indescifrables. Ahora se sumaron las redes sociales. ¿Cuál es el futuro de la palabra? ¿Y el de la literatura?
Detesto las profecías, tanto como la unanimidad. La palabra no tiene destino, o si lo tuviere, estaría atado al pensamiento filosófico, como es común a la historia humana. Creo que ni las neurociencias o la linguística son tan relevantes hacia un futuro como lo es el proceso de expansión de la filosofía. Esto que digo parece ir en contra de la hipertecnificación y conectividad doméstica, pero en realidad, a lo que voy, es que tales formas no pueden pensar sobre el hombre, a lo sumo aportan una manifestación más de su voracidad como especie, que vale como materia de estudio para la antropología y sociología. Luego están las hipótesis: de qué manera la demanda de comunicación puede implantarse en la cadena hereditaria, si eso hará mella de tal manera que los futuros engendros tiendan más a la simbología abstracta de un smile que a la búsqueda de sinónimos gramaticales en la expresión verbal. No creo que la síntesis exagerada por lo inmediato tenga el carácter radioactivo de un Fukuyima, que toda una generación nazca deforme en la sintaxis o con cáncer comunicativo. Sí, puede ocurrir, que la estratificación social se exagere, al punto que la educación pública sea algo tan básico como esos caracteres o imágenes simbólicas. Cosa que ampliaría la ignorancia disminuyendo el rol social de los sujetos futuros. ¿Cuánto cedería el hablante de su capacidad? ¿Sería esto una tara? ¿Es probable? Mucho, no caben dudas que la ignorancia hace estragos, tan cuantiosos como una catástrofe natural, además de ser una herramienta de sumisión y control social. En eso el futuro es oscuro: el desmadre capitalista parece reciclar hacia otros nuevos órdenes. Ahí es donde la filosofía puede pensar en el destino del hombre, donde la palabra toma relevancia absoluta. En eso la literatura interviene con sus distintas teorías respecto al tiempo y el espacio en la ficción. Existen novelas y cuentos que transmiten pesadumbres diversas, bien, ahí está otro campo de primacías del acto de escribir, un espacio que no responde al mercado ni reclamo social o de poder. En eso la literatura es prolífica, y en toda su historia es más una maquinaria (sin artefacto evidente) que trabaja con la memoria, desencajando la percepción, cuestionando la naturaleza misma del que se enuncia. En cierto punto, la literatura hizo de sí una posibilidad de filosofía encubierta por su propio quiebre, como expresión acumulativa, redigerida por otros, a la que Borges puso a jugar en los espejos de los precursores desplazados de la continuidad temporal. Las paradojas de las palabras, su juego, también llaman a pensar en un futuro siniestro donde se patenten las oraciones, incluso, los significados...
Si se lograran sintetizar árboles de crecimiento rápido a bajo costo, diría que el libro subsistirá a la especie. Pero tengo serias dudas de que en un siglo, o menos aún, pueda sobrevivir a la hipertecnificación industrial. Demografía y tensiones sociales indican que, si es necesario, habrá que comerse los árboles para sobrevivir. El libro electrónico será inevitable, y ahí es donde la cultura de la imagen tendrá un rol mucho más importante: quién te dice que enviar un gesto por web inalámbrica no sea una forma de enunciación emotiva, elemental, pero única capaz de transmitir a otro un significado básico que será comprendido en su limitada extensión. El libro, o su síntesis tecnológica, será un privilegio, como la lengua: la expresión oral y escrita serán bienes de linaje.
¿Qué requisitos debe reunir un libro para volverte loco?
No me pongo loco por un libro, pero siento rechazo alérgico ante el que carece de estilo, o que el mismo sea una acumulación de recursos infantiles, primitivos y elementales. Que el autor trate al lector como si fuera un imbécil, incapaz de reflexionar, un sujeto pasivo digno de ser atacado con cualquier ocurrencia animada como creatividad. Esa posición de escritor autoritario es la que, en definitiva, necesita el mercado para implantar el tipo de lectura que activa la maquinaria para acumular riqueza y así darle valor monetario a la representación, entonces no importa la obra [ahora, una palabra maldita], sino la cotización del autor, la marca. Por el contrario, puedo estar loco de alegría por un libro cuando llama a la cita, la relectura, el subrayado, el comentario y recuerdo. El disfrute de haberlo leído, saber que desde ese momento convivirá conmigo, aguardando la oportunidad de asomar sus rasgos; una reserva de saber que también puede hacerse desde un entusiasmo breve, llamativo, y que con los años reaparezca para ser revalorado. Esos libros son los que funcionan como la biblioteca próxima, siempre a mano para sacudirse la modorra de los textos abúlicos.
¿Qué es un buen escritor? ¿Y uno malo?
Puedo constestar qué es ser un escritor malo. Yo soy un escritor malo, lleno de maldad y enemigos virtuales, vale decir, enemigos que son sombra de uno mismo. Fuera de todo chiste, creo que existen tonos donde ubicar a ciertos escritores. Habrá gente que utilice el orden numérico de preferencia. El 1 es Joyce, Céline, Flaubert, pero es más justo el tono, el color. También la musicalidad del tono, cómo reverbera, cómo esa voz que narra suena durante años, atraviesa toda moda o teoría, y vuelve. En poesía es mucho más fácil de percibir. Eliot, por ejemplo, Rimbaud. En el cuento, un tipo como Poe suena oscuro, pero a la vez ilumina con trazos como relámpagos. Hay una teoría del color escrita por Goethe, habría que revisarla para ver si es aplicable a la literatura.
¿Cómo ves a los talleres literarios?
La sensibilidad ante la experiencia estética no se adquiere en un taller, ni a base de cirugías conceptuales. Un sujeto puede estar advertido de todos los mecanismos y recursos para lograr un relato o novela, pero si no tiene sensibilidad será un mero operador. Esto tiene que ver con la subjetividad, la percepción y la síntesis (que puede ser tanto dialéctica como orgánica) que debe poseer un sujeto para obtener un resultado narrativo más o menos interesante. Los talleres advierten sobre ciertos recursos, moldes y mezclas, pero eso no implica que el concurrente se convierta en escritor (en sí, la academia universitaria hace mucho más que eso, crea una intelligentzia afín a los modos de producción del discurso, así sea autocrítica, analítica y/o rigurosa). Sí, creo, que el taller literario, la noción que imagino de uno más o menos útil, es en el que se piense el acto de leer y escribir según ciertos movimientos estéticos, con algunas lecturas compartidas, específicas. Ensayar y mostrar lo escrito, que otro ejecute la bondad de un juicio crítico o plagado de consejos y sugerencias, para “mejorar” es, si se quiere, un síntoma de escolarización tutora demasiado ligada a los límites de la relación humana. Sí, menos económico, sufrido e individual, sirve leer, mucho, morir leyendo si se quiere, como un destino individual más que digno.
4 coment:
Muy interesante la entrevista. Me gustó especialmente su definición de un buen escritor, en relación con el tono y el color de su lenguaje y la capacidad de atravesar las modas de su tiempo. Saludos!
Gracias, Andrea, espero que el blog te guste.
Genial, La entrevistas. Mucho que decir. Y con un cierre Ancestral.
abrazo.
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