Libro




Nico, gracias por el regalo. Había leído Catedral, que casi no recuerdo más allá del cuento del niño muerto y la vuelta a la pastelería donde madrugan con el pastelero hablando vanalidades. En este hay un relato, al final, sobre la muerte de Chejov. Es fantástico, brillante, genial, lo mejor que leí de Carver hasta el momento. Es un escritor que sirve para etiquetar a varios otros escritores cordobeses, sus cuentos parecen no tener final ni alegoría, con párrafos que parecen faltar, o podados bestialmente, como si alguien los violentase,  parecen pasajes de novelas, o bien, instantes de la vida de gente generalmente mediocre, anémica existencialmente, con pocas escenas, escenarios vacios o atardeciendo; en definitiva: un minimalista, mote que se le retiró por completo cuando estalló el escándalo. En el décimo aniversario de su muerte, el editor, Gordon Lish, y su viuda, Tess Gallagher, alegaron, sin vergüenza, que fueron ellos quienes moldearon los relatos de Carver, cortándolos, aportando ideas, corrigiéndolos o incluso reescribiéndolos casi por completo.
No sé si me importa mucho cuántas manos hayan escrito este libro, pero es precioso. Comienza por una madre que no se muda jamás, vive rodeada de las cajas de embalaje pero nunca parte, y sigue con un cuento donde un escritor viajando al oeste hace un alto en un pueblito para visitar a su ex-mujer a la que desde la separación le estuvo mandando los recortes de las notas de prensa de los libros que publicaba. En otro cuento hay un tipo obsesionado con la casa de enfrente, y una mujer; y en el que sigue otro tipo es económicamente exprimido por la familia y no puede escapar; y otro pobre tipo, en el ante último cuento, es abandonado por su mujer en una escena surrealista desesperante. Después llega el genial Tres rosas amarillas, que da título al libro, y relata las últimas horas del viejo Chejov. Es brillante, te dejo el párrafo que relata el encuentro con Tolstoi:

   Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido ha­blar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortali­dad del alma. Recordando aquella visita, Chejov es­cribiría más tarde: «Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esen­cia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Ni­kolaievich se asombraba de que no pudiera enten­derla.»
   A Chejov, no obstante, le produjo una honda im­presión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su con­cepción de la vida y la escritura, carecía —según confesó en cierta ocasión— de «una visión del mun­do filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con descri­bir la forma en que mis personajes aman, se despo­san, procrean y mueren. Y cómo hablan».
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1 coment:

Anónimo dijo...

No hay de qué querido Pol!! Ahora me dejaste con ganas de leerlo... Voy a ver si encuentro un duplicado ja!