Adiós, Gustavo.



   Vino al colegio el escritor Gustavo Roldán. Sentado en la mesa grande, la de los actos, la directora habla; él pone cara de embole. Larga humo por la nariz y se le resbala por los bigotes. Nos pregunta si leímos sus libros y gritamos síiiiii, y dice si queremos saber algo. Las orejas de quinto sacan unas hojas y leen las preguntas que les escribió la señorita.
   El Paco escucha en un rincón, raya el piso con un palito. Le hicieron firmar el libro de disciplina y lo acusaron de lo del aerosol. Lo usamos para hacer arder: cuando un chico del colegio se raspa la rodilla y le sangra, le ponemos aerosol en la raspadura. Algunos cagones corren a acusarnos y se revuelcan de ardor. El Pelu recortó la cara de Formento de la Gente y se la pegó a la lata.
   No aguanto más del embole, la señorita le hace señas a Gustavo Roldán de que termine. Toca la campana. Me acerco y le doy un libro de la mami y le pido un autógrafo. “Para Pablo, que nunca se olvide de trepar a los árboles”, escribe. Voy al patio a formar y busco al Paco.
   —Hay que ser escritores —dice mientras rezamos a la bandera—. ¿No ves que no hacés nada? Inventás historias en un libro y te pagan, y encima viajas por todos lados y te pagan, y lo único que hacés es hablar y fumar.
   —Sí, hay que escribir cuentos, inventar cualquier cosa.
   —Pero no poemas como la Mica y esas boludeces románticas.
   —No, los poemas son de las nenas y los maricones. Hay que escribir historias fantasiosas, cosas que no puedan pasar nunca. Como esos animales que hablan o los robots de Mazinger Z.

(fragmento de Chozas - Ciprés Ediciones 2012)