Cachetes Preciosos sobre la luz cenital

Ana Laura menea su enorme culo hacia la heladera, trae otro sándwich y lo mastica sonriendo. No lleva las pestañas de siempre ni el maquillaje, tiene unos cachetes preciosos bajo la luz cenital. Es todo. Su cuerpo es grande, deforme. Miro la casa, me aburro. La televisión ni siquiera está enchufada; se oye el vaivén del ventilador en la pieza de su madre, el arras­tre de las pantuflas cuando se levanta al baño. Lo demás es silencio. No entiendo cómo hay gente que se mueve en estos ambientes de aire quieto, sin música. Es una noche excelente para escuchar “Brighton past”, de Luca Prodan; Dancing girl with your cheap Fur on / you know I will forget you, / But for now dance on.

¿Cómo llegué hasta acá? No sé. ¿Qué desea Ana Laura? Tampoco. La excusa: mostrarme fotos. Las fotos sí me divier­ten. Cada tanto visito ancianas y dejo que me las muestren y hablen de ellas. Las escucho hasta que me corren sus hijos o la Policía. Lo hago por la tarde mientras cae el sol. A veces me duermo por el canto de algún pájaro lejano y el ondear de los sauces en los parques de estas señoras ricas que en algún momento del siglo pasado fueron encantadoras. Lo sé por las fotos, puedo saber lo que quiera de la gente mirándolas. Me petrifico ante las imágenes; como la madrugada en que me senté afuera del bar a esperar que Ana Laura saliera de ahí después de su trabajo. Era una niña increíble, una petiza de pelo rubio hasta la cintura. Su culo señalaba al cielo y era su­ficiente para desesperar. La miré barrer y bailar cumbia, aso­mando su carita entre las patas de las sillas sobre las mesas. Podía abstraerme de cualquier problema con sólo recordar la boca de Ana, sus comisuras sexis, sus gestos de bebota. Llo­viznaba.

Al rato vino el Anthony. Lo apodábamos así porque era igual al cantante de los Red Hot Chili Peppers. Vivía como le dictaba el culo. Una vez en su casa, corrió el televisor hasta el pasillo y dejó la puerta del baño abierta para poder ver el partido mientras cagaba. En un momento salió sosteniéndose el pantalón más o menos alto, fue a la heladera y volvió con una manzana. La comió y cagó en el más absoluto silencio. Ni siquiera cantó el gol de Belgrano que el “Perro” Albarelo había metido de afuera del área. Otra vez oí que desde el baño le pedía una tijera a la hermana. Cagaba largo, parecía una de esas impresoras de papel continuo de la época. Después le perdí el rastro, y supe que le encontraron una bolsa de merca canuta en la linterna del auto y fue en cana. Eso habían dicho. De vuelta, se sentó conmigo aunque lloviznase.

—¿No vas a entrar? —le dije.

—No, son idiotas estos pibes.

—¿Y qué hacés?

—Vine a esperar a una.

No hace falta que genere ningún tipo de intriga. Eso es mierda literaria, y lo interesante no es eso, sino contarles que Ana se fue con el Anthony.

Pasaron más de diez años. Ana Laura está un poco gor­da. A cada rato me ofrece cosas de comer y las rechazo. No hay mucho que decir, acerco el cenicero y juego con él. Llevo una hora esperando a que termine de comer y traiga las fotos. Se demora, quiere otra cosa de mí, lo presiento. Espero sin hablar y se rinde, trae las fotos y las desparrama delante.

La primera: Ana bebé en una palangana verde fusilan­do el lente con sus ojazos, sonriendo conmovedora. Huelo su cuerpito nuevo y oigo las carcajadas de media tarde en esa década extraña del país, cuando sus padres, seguramente, ce­naban mortadela a diario. Ahora con la bandera en el colegio primario, inclinada hacia adelante, disimulando las tetas. En la tercera, el padre sentado en el capó de un Renault 12 con el Liceo Militar de fondo. No digo nada. Su papá murió de cáncer hace quince años.

Ana seguía trabajando en el bar, y ya no salía con el Anthony. Al bar lo mantenía un dealer fanático del TC 2000 que lo dejaba en manos de la mujer: una gorda enorme, para­noica con su esposo golpeador, capaz de reventarle “un seno”. Así nombraba a las tetas: “senos”, y eso nos mataba de risa. El dueño era un conocido de mi hermano mayor. Tomaba merca como si comiera tallarines, se chorreaba todo. Una noche me llevó a una piecita que tenía atrás donde escondía una caja de lavarropas llena de papeles escritos. Eran sus poemas. Calculé cincuenta kilos de poesía, o más.

—La mayoría habla de pájaros —dijo—, hay algunos de otras cosas.

Ana Laura en la cocina, siempre. El menú era único: hamburguesas y tostados. Yo solía no moverme de la barra. Algunas madrugadas no podía contenerme, cruzaba las corti­nas mugrientas y lloraba imbécil, rogándole.

—¿Pero por qué no, Ana?

—Somos amigos, Pablo, por eso.

—Pero yo te quiero.

—Ya te dije.

—¿Pero no te gusto?

—No, Pablo. No es eso. Es que vos no entendés.

—¿Qué no entiendo? Decime…

Siempre ese diálogo del orto. Después jugábamos al ping pong usando las rejillas de los tostados de paletas. ¡Cómo se movía! ¡Era una diabla, y el culo un timón perfecto!

Una noche cayó al bar el campeón mundial de boxeo y armó un desmadre. Golpeaba la barra muy borracho. Su ham­burguesa no se encontraba bien cocida. No pudieron frenarlo y se metió.

—¿¡Quién cocinó esta mierda!?

Nadie le contestó.

—¿¡Vos cocinaste esta mierda!? —le gritó a Ana. Pará, Sarmiento —le dije.

El Hueso era un tipo rudo. Había noqueado a Billy Schwer el año anterior, y así se hizo con el título del mundo. Le dije que fui yo.

—A vos te parece que esta mierda se puede comer —dijo, y la refregó en mi cara.

Le pateé a los huevos, el campeón conservaba sus refle­jos a pesar del alcohol. Un solo gancho descargó. Quedé tira­do debajo de la freidora frotándome la mandíbula. No veía. Cuando recobré la vista, lo sacaban entre siete. Ana me hizo un té de manzanilla. No se tocó el tema, en cambio me reveló un truco para secar los vasos a fondo con el repasador. Lo enroscó fálicamente, lo encajó en el trago largo y comenzó a girarlo con fuerza.

Ahora le miro las manos curtidas alcanzando más fotos. En una tiene bikini. Se avergüenza, las amontona. Sonríe. Se apoya en los codos, la cabeza en la mano abierta hacia arriba, y me mira. Es más salvar de la quiebra la pequeña pastelería familiar con el ominoso título de Les fleurs fuerte que el gancho de Sarmiento, o cual­quier cosa fuerte. Busca mis ojos, después la boca. Parpadea. Otra vez los ojos, la boca. Yo entiendo por fin lo que jamás concebí: nos puede gustar alguien feo, alguien que conserva rasgos de un pasado precioso, en un presente precario. Prín­cipe atrapado en un sapo que se refleja en los ojos tristes del perro sarnoso que vino a olerlo.

—Voy a mear —digo, y me levanto. Mi cobardía no tiene límites, a veces se engaña creyendo que la humillación más vil lo es. En el baño desabrocho los botones de la bragueta, saco el pito y meo un chorro furioso. Recuerdo haberlo leído: si forzás la meada, se va el azúcar; y yo no necesito azúcar, sino tranquilizarme.

Voy a tirar la cadena. El botón no existe. En su lugar hay un agujero y el flotador. No quiero hacer ruido. Odio el sonido de tirar la cadena en casa ajena. Tiro con fuerza el alambre y… ¡Dios! ¡Rompo el flotador! Un enorme chorro furioso surge de la pared lateral y golpea la opuesta y explota sobre mí, las cor­tinas de la ducha y el piso. No hay mucho que hacer. El brazo de metal está roto. El chorro no va a parar ni por joda. Llamo a Ana desde el baño. Ella no se anima a entrar. Insisto y entra.

—Creí que te estabas bañando… —me dice.

“Cómo me voy a estar bañando, pedazo de pelotuda”, pienso, no se lo digo. “Rompí el baño. ¿Me voy a estar bañan­do así porque sí en tu casa?”

—Se rompió —digo.

—¿Se rompió? Lo rompiste…

—Sí, lo rompí. No sé qué hice.

—¿Y qué quisiste hacer?

—Quise tirar la cadena, qué sé yo.

—¿Nunca tiraste una cadena sin la tapa?

—Sí, no sé, se rompió.

El agua empieza a correr por el pasillo. Llama a su ma­dre. La madre tarda en vestirse y llega preguntando qué pasó. El agua recorre el living y dobla en la cocina.

—Nada, má, se rompió el baño.

—¿Cómo que se rompió el baño! ¿Cómo se rompió?

—No sé, estaba flojo. El Pablo fue y…

—Hola —me palmea el hombro en un franco gesto mascu­lino—. A ver, correte.

La madre entra al baño y se agarra la cabeza.

—Hay que cerrar la llave de paso —dice—, en el techo.

Con Ana volvemos a la mesa. La madre pasa trotando.

—¿Quiere que la ayude, señora? —le digo.

Ahora vuelve con una escalera muy rota.

—Espere, yo se la tengo —le digo. Las piernas son idénti­cas a las de la hija. Dos jamones bastante considerables.

El piso está inundado más de tres centímetros seguro. La madre mete la mano en un hueco allá arriba y putea. Baja.

—No se puede, está trabado.

—¿Y ahora?

—Yo qué sé, en unas horas llamaré al plomero. ¿Qué ho­ras son?

—Las cuatro.

—Dejá, servite unos fernés. A las seis lo despierto al Ma­rio por teléfono.

Ana sostiene la escalera, subo, llego más alto que la ma­dre, meto bien el brazo y toco la llave. No cede, parece sol­dada. Intento hacia el otro lado. Ni modo. Bajo, y vamos a la mesa. Hay dos vasos con Fernet sobre un mismo posavasos grande. Nos descalzamos y tiramos las zapatillas en el sillón. El agua sube. La madre abre la puerta del patio, y el agua la sigue. Vuelve chapoteando, se sienta, toma un trago y larga el rollo. No oigo bien, dice ver al esposo. Es lo que cuenta. Una tarde en el patio, y otra vez en la ducha. Y bajo la cama, una noche, muerto. Lo movió y gritó hasta quedarse sin aire, el marido no reaccionó.

Ana Laura empieza a ponerse incómoda. Su madre no tiene fin, traga como boa el vaso de Fernet y prepara más. Tres veces lo vio. Él, cada tanto, le da las buenas noches, abre la ventana y entra la luna, conversan lo más bien.

Son las cinco y media de la mañana y no hay más Fer­net. La madre pregunta si creo en eso o me pasó algo. Cuento que una amiga sufrió alucinaciones, y que cuando ocurría la habitación se helaba. Ella veía personas junto a la cama. Un hombre barbudo, la chiquita con flores amarillas, gente de traje. Una medianoche dos tipos la estudiaron, y no pudo ni gritar. Uno de ellos le tocó el hombro al de atrás y le dijo: “No está lista”.

Ana aprieta mi brazo, tiene miedo. Abro la ventana, se mete la luz del día con timidez. La madre llama a Mario. Busco las zapatillas, le ato los cordones y me las cuelgo al cuello. Salimos. Nos sentamos en el cordón cuneta a ver amanecer. Despegan los estruendos de la fundición de enfrente, es la intro de un tema de Morcheeba.

Pasan autos colmados de gauchos. Van a las domas, a tres cuadras de allí. Llevan caballos o van montados con sus cajas de tetrabrik abiertas. Son muy graciosas las boinas y bombachas. Algunos son negros que nunca vimos en este pueblo de piamonteses; otros, demasiado gringos, blancos, transparentes, fluorescentes larvas del fondo de la tierra.

Los cachetes de Ana Laura amaneciendo, mirándome, riendo. ¡Dios Santo! Creo que soy feliz. Pero su rostro está de­trás de un vidrio y se aleja. Un rostro detrás de una máscara deforme que se burla del presente, de este presente que fue el futuro que no imaginé.

—Perdón —le digo en la moto—, mandáme la factura del arreglo, después.

—Dejá —dice.

—¿Cómo está tu mamá con ese rollo que largó?

—No sé, creo que está pa’ atrás.

Baja la cabeza.

—Vos también lo ves, ¿no?

No responde, levanta la vista. Quiere besarme. La boca, los ojos, la boca…

—Decime.

—Sí —se fastidia.

—¿Qué ves?

—Lo vi jugar con un trencito una noche que sentía rui­dos en el techo de la pieza, y salí al patio porque creí que eran los gatos.

Baja la cabeza otra vez. Arranco la moto.

—Bueno, nos vemos —dice mientras me pongo el casco—. No te pierdas de nuevo.

Saludo. Acelero, ya casi estoy en la esquina, miro el re­trovisor. De pie sobre el césped, apoyada en el canasto de basura, mira. Faaaar away, faaaar away.