Leyendo...



Pese a todo, tengo que ocultar cierta desazón cuando estoy con un niño. Me veo a mí mismo a través de sus ojos, y recuerdo cómo miraba yo a los adultos cuando era pequeño. Me parecían gente gris, muy aficionados a sentarse, muy inclinados a hablar de tonterías, muy acostumbrados a no esperar nada. Mis padres, sus amigos, mis tíos y tías parecían vivir con la mirada puesta en las preferencias de otras personas, lejanas y más importantes. Para un niño se trataba, desde luego, de una simple cuestión de definición ambiental. Después descubrí en algunos adultos dignidad y animación, y más tarde esas cualidades, o al menos la primera, se revelaron en mis padres y en la mayoría de sus amistades. Pero cuando era un niño enérgico y engreído de diez años y me encontraba en una habitación llena de adultos, me sentía culpable y para mí era una muestra de cortesía ocultar lo que me estaría divirtiendo en otra parte. Cuando una persona de edad —todas lo eran— se dirigía a mí, me inquietaba que se me viera una expresión de compasión en el rostro.
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